Raúl caminaba al lado del viejo, en línea recta desde la casa hacia aquel bosquecillo, sintiendo la brisa helándole el rostro, sin ninguna otra luz que la de la luna y la escopeta en la mano derecha. Se sentía valiente, corajudo, enfrentándose a la ignorancia del campesino y finalmente demostrándole que no existen misterios en la naturaleza, que todo es la estupidez de la mente humana. Avanzaban juntos pero en silencio, como al acecho…
Cuando finalmente llegaron, vieron luces que parecían estrellas fugaces en movimiento. El anciano palideció: el miedo invadía sus ojos. Raúl no decía nada, se escondió tras el tronco retorcido de uno de los árboles y le hizo una seña al viejo para que se acercase hasta donde se encontraba.
Ambos vieron a un hombre que se movía trazando círculos con dos antorchas, una en cada mano. En el suelo se veían pétalos de flores y también frutas esparcidas por el suelo: manzanas, mandarinas y chirimoyas. Raúl miraba aquella escena con una curiosidad burlona, pensaba que aquel hombre ridículo debía de ser el brujo celebrando algún florecimiento, amarre o lo que sea que hiciera para otras personas… pero… no. No había nadie más. El brujo estaba solo. Bailando. Agitando sus antorchas, en un trance estúpido. Fue entonces cuando Raúl escuchó algo que extrañamente le heló los huesos.
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- ¡Hijo! ¡Escúchame y ven a mí! – gritaba el brujo pero nadie le respondía - ¡Ven! ¡Aliméntate con lo que te he traído!
Pero nada pasó. Aquel ritual duró media hora más en las que el brujo seguía clamando a alguien que no aparecía, rogándole en un comienzo y gritándole al final. El brujo se rindió. Apagó sus antorchas dejando la fruta y los pétalos a aquel a quien llamaba y se fue. El viejo, al costado de Raúl, no emitía ruido alguno, tal vez demasiado temeroso por lo que había visto.