jueves, 25 de enero de 2007

Un Ocaso (2001)

No había comido en tres días y los ojos viejos, cansados ya de tanta vida se apagaban poco a poco tras la mirada de las olas rompientes en la arena. La vida se le había vuelto triste y tan sólo ciertas cosas le hacían sonreír.

El banco de madera toscamente labrado y peor pintado de cierta clase de verde, se acoplaba perfectamente a su espalda encorvada de tanto trabajar.

Pensaba en sus nietos, pobres criaturas sin padres a quien debía mantener; niños con la mirada triste y los estómagos vacíos.

No tenía trabajo fijo, y a su edad, tenía que recursearse llevando canastas de pescado desde el puerto a la caleta. Los niños tristes, con la ropa raída lo recibirían con una sonrisa en la pequeña casita construída con adobes y esfuerzo en sus años mozos.
Se sentía morir, caer hacia la pendiente de la vida, al igual que aquel sol en la distancia. Su respiración empezó a agitarse, lentamente en un comienzo y luego de una manera brusca e intempestiva; la mirada se le congeló y dejó ir la vida pensando en sus pequeños el mismo instante en que el último rayo de sol daba luz a la bahía y a la plazoleta donde se encontraba.

viernes, 19 de enero de 2007

El Escritor (2002)

La verdad, no tenía nada que escribir. Miró la máquina preparada, el papel envuelto en el cilindro y su silla dispuesta. Desde que llegó a su escritorio sabía que la musa se le había escapado; ya no tenía sobre qué escribir: el amor se le había agotado, la felicidad no era algo que le gustara plasmar y por último, sus ideas de justicia y libertad, así como de ayuda a los marginales se le habían extinto, y por ese momento en el que veía bajo su escritorio papeles desordenados, escritos con historias de amores pasados, de corazones separados por la distancia, le nacía en el pecho un sentimiento de nostalgia.

Él estaba buscando algo que le gustara al editor, repetidas oportunidades había presentado sus cuentos para la revista donde trabajaba y se los había rechazado. Su reacción en esas oportunidades fue un rencor que se quedaba durante poco tiempo. Pensaba además que cada quien tenía sus formas de ver el arte, pero al editor no le gustaban las historias reflexivas, que presentaran temas normales, a su editor le gustaban los cuentos cursis de enamorados que acababan felices.

Se levantó de su silla y se miró frente al espejo que tenía en la pared justo encima de su máquina y al verse tal y como era, de todo el tiempo que había desperdiciado escribiendo cuentos que le gustaran a otro y no a él mismo, se sentía deprimido y creía que su vida no valía nada.

Al observar a ese otro yo en aquella imagen, sentía sus canas, sus arrugas y se sentía desdichado, infeliz. La historia de su vida llegaba a su fin y él lo sabía, era mejor tarde que nunca, así que tomó su amuleto, escondido y amarrado en una muñequera que tenía en el brazo derecho, tomándolo vio que también, desde el tiempo que aquella muchacha de cabellos dorados se lo había regalado, el acero del que estaba hecho había envejecido al mismo ritmo que su vida. Tomó la daga que en sí servía más como cortapapeles que como amuleto, y empezó a derramar la vida, cortando casi sin asco ni dolor las muñecas de sus manos. Así- pensó- sabré cómo es esto de la muerte: si aquí acaba mi historia o seguirá, si es que aquí acaba, no pasará nada, pero si sigue... será el suplicio lo que me espera...