domingo, 26 de octubre de 2008

Cartas sin nombre VIII

Cuando la conocí, ella no sabía nada del mundo y yo; menos. En el tiempo en que anduvimos cerca, contemplando los minutos escurrirse deliciosamente en un cariño inmenso, éramos unos tontos. En realidad, eso sucedía porque yo era un chiquillo hablando de amor y ella era de quien yo hablaba.

Y cómo no quererla.

"Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos".

Las noches no eran tristes. Eran noches de sonrisas, de besos, de amor. De noviecitos tumbados en el jardín de su casa mirando el cielo que tampoco estaba triste. De estrellas que tiritaban lejos mientras nosotros nos burlábamos de ellas; porque no teníamos frío a pesar del pasto húmedo. Porque mirando al cielo, a una lucecita enana esforzándose por llamar nuestra atención éramos capaces de controlar el movimiento del universo. De comprender que nada importaba más que el cariño.

Parecía que el universo también nos contemplaba, encontrándonos minúsculos como las estrellas de las que nos burlábamos. Y en el instante en que comprendíamos nuestra ínfima dimensión comprendíamos que también las estrellas más pequeñas se burlaban de nuestra mínima existencia. Pero ¿qué me importaba si al volver del infinito la encontraba? Había sonrisas y había amor. El amor enclavado en dos ojos castaños, en unos labios dulces que se acercaban. Nunca encontré unos ojos castaños que derramaran amor de esa manera.

En ese tiempo, las palabras se detenían en mi garganta, en un nudo hecho con mis sentimientos de parte de mi – buen - corazón. Si bien no era tan parco como quería aparentar, éste me impedía decirle las infinitas cosas que su cariño me provocaba. Sólo ahora que no la tengo puedo liberar tantos sentimientos... Tantas palabras.

Ahora, sin ella; los lugares no parecen ser los mismos de antes. La gente que solía reunirse a comer, conversar, reír ya no parece comer, conversar o reír realmente. Como si se hubiesen convertido en partes de una escenografía. Una escenografía inútil sin ella.