miércoles, 27 de junio de 2007

Aquello (parte III)

“Vimos a lo lejos pero bien lejos las luces del pueblo y ante nosotros a unos metros, una cascadita y un riachuelo que partía la carretera, seguramente por las lluvias... estábamos de sed pues no teníamos agua, así que fuimos corriendo hacia el agüita conforme corríamos vimos un bulto pero pensé que seguro era otro viajero como nosotros. Mientras nos acercábamos vimos que era una mujer y se bañaba desnuda... me escondí rápido tras una piedra rodada al lado de la carretera pero mi hermano siguió avanzando... yo miraba de miedo porque esa mujer lo llamaba y yo sabía que era una diabla y le decía ven báñate conmigo y él llegó cuando de pronto sonó como una explosión no pude ver nada ni siquiera escuchaba... sordo y ciego... Pasó un rato hasta que pude moverme y salí detrás de la piedra, corrí a buscar a mi hermano y no lo encontré no vi nada. Grité su nombre y nadie me habló. Tenía ganas de pelear con aquello que se lo llevó, buscaba y buscaba...

Llegúe al pueblo al otro día busqué en la comisaría y en el hospital y lo encontré ahí, quién sabe cómo pero estaba extraño. Me llevaron hacia su cama y él me miraba con los ojos muy abiertos. Tenía el pelo sucio y muy largo como si hubiera pasado mucho tiempo y su barba también estaba tupidísima. Me abrazó pero no me dijo nada y los del pueblo se hablaban entre ellos que los diablos lo habían hechizado y que pronto se lo llevarían para siempre. En tres días me dijeron... yo no quería creer y les dije que eran malhablados y que yo no creía en cojudeces. Los médicos me dijeron que mi hermano se recuperaba de lo que parecía anemia pero pasado tres días murió... los diablos se lo llevaron”

- -- Su historia es bastante intrigante, Don Segundo… - Raúl no sabía qué pensar o si el viejo no estaría jugándole una broma… pero… ¿Jugar con la memoria de su hermano...?

- - - Le voy a contar un secreto, joven, pero júreme que no lo contará…

- - - Está bien – sonrió Raúl que no imaginaba qué podía ser eso que mereciera ser secreto.

lunes, 18 de junio de 2007

Aquello (parte II)

El viejo comenzó:

“Lo que le voy a contar es cierto, me sucedió a mí. Mi hermano y yo viajábamos a la selva cuando éramos jóvenes, montados en camiones viejos que recorrían esos caminos, amontonados con otros tantos. Nosotros buscábamos algo en que ganar plata, teníamos en ese tiempo un negocio donde vendíamos menestras. Por eso íbamos a la selva, a comprar y abastecer nuestra tiendita. Teníamos que tener cuidado, los narcos siempre podían joder más tarde fueron los terrucos...”

Don Segundo miraba el cielo despejado, como contando las estrellas, como metiéndose en su propia historia, saboreando cada recuerdo.

“Uno de esos viajes bajamos del camión a orinar en la noche y cuando regresamos ya se había ido. ¡Carajo! Le dije a mi hermano. ¡Estos mierdas ya nos botaron! Así que decidimos caminar hacia un pueblo que había más adelante a varias horas de camino. Yo tenía miedo algún cojudo me fuera robar mi platita y me daba más miedo aún porque por donde avanzábamos no se veía nada, ni una casita, todo deshabitado. Los del pueblo me habían dicho alguna vez que ese lugar era llamado “Torre de los Diablos” o “Torre del Sueño”... un cerro chiquito que se alzaba como elevación y que desde que empezaron a construir la carretera decían que diablos bajaban por las quebradas para tirarles piedras a los trabajadores y que cuando estaban inconcientes se los llevaban hacia el infierno que habían en ese cerro porque los diablos abrían la peña a la mitad y se metían bailando y cantando llevándose al condenado...”

Raúl se concentraba en la historia de Don Segundo y le parecía que se sumergía en un sueño, que se metía en otro mundo o simplemente era el humo de la hoguera que le daba un aire fantasmagórico e irreal al ambiente de la noche, donde se escuchaba el sonido de las lechuzas y el silbar arrebatado del viento. Un mundo desconocido y donde todo parecía ser posible.

martes, 12 de junio de 2007

Aquello (parte I)

La escena era horrible. Aquello estaba ahí, delante suyo, mirándolo a él y únicamente a él con aquella sonrisa macabra, monstruosa. La luna llena en lo alto iluminaba la casa, los algarrobos torcidos y debajo de ellos el cadáver del viejo, con aquel ser desagradable mordiéndole y desgarrándole trozos enormes de carne. El muchacho no podía creer lo que estaba viendo.

Llegó a la casita cuando ya empezaban a aparecer las primeras estrellas en el cielo y el sol desaparecía agonizante en el horizonte. Bajó de la camioneta y caminó los pocos pasos que separaban a la carretera de la casa. Ahí lo esperaba Segundo, sonriente. Aquel campesino estaba acostumbrado a vivir en aquellas soledades, sin casa, sin familia y solo dedicado a vigilar las tierras de la familia de Raúl. La familia de Segundo había muerto bajo los escombros del techo de su casita, que había cedido a la fuerza enorme de las torrenciales lluvias un fenómeno del Niño ya bastante lejano. Había llorado semanas enteras junto a otros pobladores que también habían perdido seres queridos en aquel diluvio. Sus hijos y su esposa murieron aquel desgraciado día. El cavó las tumbas solo. El colocó los cuerpos cuidadosamente en ellas y luego los cubrió de tierra. Desde ese día Segundo se había quedado solo y con los ojos tristes: sonriendo amablemente por fuera pero derrumbándose sobre su colchón, llorando su miseria en las noches de su recuerdo.

La noche era fría; Raúl descansaba dentro de la casa, sentado frente a una mesa. Frente a él tenía una ventana por la que se podían ver los algarrobos y los campos: bastos y celestes bajo la luz de una luna llena hermosa. Se preparó un café y encendió unas velas; la rusticidad del campo le parecía perfecta, una simplicidad agradable. Don segundo caminaba tranquilo, recogía madera para hacer una pequeña fogata dando vueltas alrededor de la casa trayendo consigo los frutos secos de los algarrobos que caían y se amontonaban en el suelo. Finalmente recogió los suficientes y encendió el fuego mientras canturreaba una canción triste, tristísima que parecía recordar amores lejanos, seres queridos y reflejaban sobretodo una soledad única.

- - Don Segundo – Raúl llevaba dos tazas de café, una en cada mano – tome, para aguantar el frío.

- - Gracias joven – tomó la taza con sus manos cuarteadas – me hacía falta un cafecito bien cargado – y dio un sorbo sonoro a la taza humeante.

La fogata ardía frente a ellos, ambos sentados en el suelo, sorbiendo el café. Cada uno pensando en sus vidas, sumidos en la hipnosis que produce el observar el fuego.

- - ¿Usted cree en las almas joven? – dijo el anciano de repente.

- -¿Por qué habría de creer? Nadie ha visto una, bueno al menos yo no...

- - Yo sí creo porque he visto y no sólo almas sino también duendes y animales horribles y brujerías.

- - Son cuentos nada más... – una brisa extraña sopló y meció las ramas más altas de los algarrobos. A Raúl se le erizaron los pelos de la nuca.

- - ¿Quiere que le cuente un cuento de esos? – preguntó el viejo con cierta sorna.