domingo, 19 de septiembre de 2010

Madrugada

- Quédate esta noche – dijo Paula mientras sus ojos comenzaban a cerrarse – hace frío y no quiero que te enfermes – y le mandó una sonrisa muy explícita.

Paula era muy guapa y en el suave sonido de la noche, ellos susurraban para no despertar a nadie en la casa. Él no tenía ganas de comportarse como un imbécil, pero un poco más de alcohol y esa noche “acabaría mal”. Al menos para ella, rió consigo mismo y sonrió de vuelta a Paula. Muchas veces se preguntó cómo podía soportar tener a esa mujer delante suyo, tan enamorada y él, que no le diese la menor importancia. La respuesta era simple. No creía en el amor y ya se lo había dicho.

Curiosamente desde el momento en que le dijo eso a la primera mujer hace ya buen tiempo, todas parecían caer por él. Parecía que todas trataban de demostrar que eso era un imposible y que todas querían retarlo: a que te enamoras de mí.

Y Paula era una de esas chicas. Era cierto que él también pensaba en ella, pero su corazón ya no quería ser de nadie. Paula despacito, siguió susurrando cosas sobre la fiesta de la que venían… que la blusa de no sé quién, que Juanita se mandó con el huevonazo de Gonzalo, que Lourdes se había puesto silicona en el culo y ahora parecía una puta como su vieja… y en el colmo de los males, tú, incapaz de hacerte el bonito y decirle a todas sus amigas que ustedes no son solo amigos, que entre nosotros hay cariño, hay amor y tú ni me quieres besar mierda…

De a pocos Paula parecía enojarse, pero no era enojo lo que sentía. Eran los últimos rezagos de lucidez que le quedaban después de una noche de fiesta. De a pocos se le acercó. Eres un carajo, le seguía diciendo, despacito, cada vez más lejos. Te haces el huevón pero también me quieres, y ya se iba quedando dormida. Pero para que sepas a mí me pretenden muchos y más cueros que tú, así que no te hagas el cojudo y agárrame, haz lo que quieras conmigo. Y su susurro era una confrontación que ya parecía darse en su mente. Tomó un último esfuerzo para estar despierta y le dio un beso pequeño. Sólo un roce de labios. Pero aún así te quiero.

No es tu culpa Paulita, pensó. La culpa es de mi puto corazón y mi pendeja conciencia. Sonrió nuevamente con esto último.

La recostó en el mueble, tomó sus cosas y salió.