miércoles, 29 de diciembre de 2010

María (Parte III)

Finalmente llegó a la mesa sintiéndose observadísimo por los otros comensales y odiado por los mozos. De lo primero estaba seguro, no sólo porque se había quedado parado en medio del local entorpeciendo la atención a las mesas si no porque su compañera definitivamente no había sido pasada por alto por gran parte de los hombres. Muchas cabezas daban vueltas enteras buscando el cuerpecito de María, tratando de desviar la atención de quienquiera les acompañara. De hecho muchas de las mujeres presentes (por no decir la mayoría) se hinchaban cual gallinas por el orgullo herido al ver a una mujer que increíblemente no caía en cuenta de que su belleza mataba esa noche en que lucía espectacular.

No mi amor, si a mí ni me gustan las rubias y tú lo sabes bien, por eso no me gusta que te tiñas el cabello. Escuchó en una mesa por la que marchaba a paso de caracol hacia María (la peliteñida  obviamente no tomó muy bien el comentario). Cuando finalmente llegó se sentía cual si hubiese conquistado el Everest y es que encima del papelón que venía haciendo, María carajo parecía brillar ¡y la falta de oxígeno de la ciudad que no podía tener una altitud mayor! hacían que el pobre llegase casi asfixiándose.

- Estáis muy pijo – dijo ella – habéis demorado arreglándoos, ¿no?

- No, para nada. – dijo – mirando para otro lado, haciéndose el loco. – Es que estaba en una llamada que no podía colgar.

- Ah bueno, decía nomás – y sonrió, más inocente que nunca, con ese dejo tan horrible que tienen los españoles pero que a él en ese momento le parecía la cosa más maravillosa del mundo.

Sonó un celular con la típica cancioncita de Nokia. Ella contestó y empezó a hablar rápidamente en un dialecto que de hecho él no conocía. Si bien su primera reacción había sido quedarla mirando, babeando como un fronterizo cuando la oyó hablar, notó que según parecía estaba hablando de él, pues lo miraba mientras lo hacía y se sonrojaba.

Curiosamente las otras mesas parecían haber dejado de comer y se hubieran reunido únicamente para ver a la pareja extraña formada por esa mujer cuerísima que hablaba como cotorra en una lengua extraña y al muchacho que la acompañaba. Todos en el restaurant se encontraban en silencio y ahora los miraban con descaro. Ella, claro, no se daba cuenta. Él, bueno, él la seguía viendo hablar… como si una sirena de las tradiciones griegas le estuviese cantando sus amores en gallego.

 

Continúa

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